Camila Osorio
El banano es mucho más que una fruta. En el arte contemporáneo de América Latina puede ser símbolo de un exotismo que se asocia al trópico, o representante de los extensos monocultivos que se tomaron en Centro América y el Caribe, o recuerdo de una historia violenta que involucra a empresas como la United Fruit Company. El banano puede ser incluso, por su forma fálica, emblema de la identidad masculina. El banano se disfruta fresco en una ensalada de frutas o frito en una cena familiar, pero entre artistas del continente tiene un sabor más amargo.
“En el periodo de posguerra hay un interés en el arte contemporáneo por empezar a mirar críticamente lo que estaba pasando en América Latina y su relación con el norte, y ahí encuentras una aproximación diferente a lo que significa el banano”, explica Juanita Solano, historiadora del arte colombiana que publicó recientemente, junto a su colega española Blanca Serrano, una exposición digital con 100 obras de arte contemporáneo hechas por artistas del continente: La fiebre del banano. Una fascinante curaduría para explorar la compleja historia de esta fruta en la región a través del arte.
“Nos interesaba aportar una lectura de este tema desde las artes visuales”, explica Blanca Serrano sobre el proyecto. “Sentimos que en general el público está más habituado a la literatura y al cine como expresiones culturales para entender la historia política, pero no tanto al arte contemporáneo”, añade. “Y nosotros vimos que eso está ahí: una sensibilidad distinta y una epistemología distinta para entender la realidad de manera crítica”.
El giro artístico se puede documentar claramente después de 1960, año en que la United Fruit Company fue expropiada en Cuba por Fidel Castro. “Antes, en las obras de la vanguardia artística durante la primera mitad del siglo XX, el banano era celebrado como parte de la identidad tropical”, explica Solano. En la exposición, en cambio, el artista cubano Elio Rodríguez rechaza la exotización del hombre caribeño en Hollywood que ha pasado por esa celebración bananera. Así lo deja entrever con humor en Tropical, su póster de 2005 creado para promocionar una película que no existe, y en su productora, que tampoco existe: Macho Enterprises Rodríguez. En esta obra, un turista blanco y extranjero le aplaude a un hombre negro semidesnudo con un racimo de bananos sobre su cabeza. “Este hombre feminizado representa la nación cubana y cómo se prostituyó tanto literal como figurativamente”, explica el texto junto a la obra.
14.000 Kilos de Bananos
La fiebre del banano es una exposición dividida en tres salas virtuales: Violencias, Ecosistemas e Identidades. “El banano es un leitmotiv que se repetía en el arte contemporáneo y con el que se podían contar todos los problemas de la región”, cuenta Serrano.
En la primera sala está, por ejemplo, una obra titulada Delirio atópico, de 2009, con 14.000 kilos de bananos con los que el artista mexicano Héctor Zamora rellenó dos edificaciones del centro de Bogotá, una pobre y otra más pudiente. Los dos departamentos rellenos de bananos tienen ventanales hacia la calle en las que los racimos de plátanos parecen estar a punto de reventar el lugar y desbordarse por la ciudad. Son bananos imposibles de ignorar por los transeúntes, que quizás identifiquen allí una historia dolorosa. Los bananos en Colombia son recuerdo de la masacre que cometió el Estado en 1928 contra trabajadores de la United Fruit Company que exigían mejores condiciones laborales, y cuya trágica historia fue inmortalizada en la novela Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez. El banano en Guatemala, en cambio, recuerda que la misma empresa se alió con la CIA para derrocar al presidente Jacobo Arbenz en 1954 (una alianza que está también en la literatura, como en la última novela de Mario Vargas Llosa, titulada Tiempos Recios).
“Hay muchísimas obras que tienen que ver con la United Fruit Company pero no solamente. También está la influencia de la CIA en golpes de Estado o de la dictadura en Brasil”, cuenta Serrano. Otro ejemplo es la obra de la artista brasileña Romy Pocztaruk Pra frente Brasil, que explora el tema de la violencia utilizando al banano más como un lienzo. En 2013, Pocztaruk presentó esta obra en la que toma un racimo de bananos y dibuja en él el mapa de su país. Luego, frente a una cámara, lo va destruyendo poco a poco, como desmembrando la nación lentamente. El título de la obra es tomado de una película que recuerda que las cámaras de su país durante la dictadura prefirieron ignorar las desapariciones y torturas cuando el equipo nacional jugaba en el mundial de México de 1970. Quizás solo con una fruta emblema las cámaras volteen a mirar.
“Hoy en día el banano es la fruta más consumida en el mundo, con una producción estimada de 116 millones de toneladas al año”, explican las curadoras en la página web sobre una industria que mueve aproximadamente 12 billones de dólares al año. América Latina y el Caribe aportan el 75% de las exportaciones mundiales con monocultivos extensos en Ecuador, Colombia, Honduras o Costa Rica. Por eso, además de la violencia, la historia del banano no puede entenderse sin la segunda sala, Ecosistemas, que explora el impacto ambiental de los monocultivos.
Allí está el artista costarricense Óscar Figueroa, por ejemplo, que ha hecho una serie de obras desde 2012 en las que utiliza como material las bolsas azules que se usan para recolectar los bananos en monocultivos. En una de estas derrite el plástico azul por el uso de pesticidas que se utilizan en los monocultivos. No muy lejos de allí, en Honduras, en 2014 el artista Leonardo González hizo una obra titulada Nemagón, un pesticida para los cultivos de Centroamérica que fue prohibido en Estados Unidos en 1977 (el nombre del producto está dibujado aplastando el banano verde y maduro sobre una pared blanca).
Ecuador, sin embargo, es el país de donde se exporta el 30% del banano que sale de América Latina al mundo. En la obra de la ecuatoriana María José Argenzio Chiquita (el nombre actual de la antigua United Fruit Company), hay un racimo de bananos hecho con resina y cubierto con pan de oro, recostado sobre una pequeña almohada de terciopelo negro. El pan de oro era una técnica usada en la colonia y, como explica el texto de la obra, tanto “el oro como el banano se producen y extraen en grandes cantidades en Ecuador, y han servido durante diferentes periodos a la consolidación de hegemonías de poder, casi siempre fuerzas extranjeras que han sacado provecho del bajo costo de la mano de obra local”. Esta obra del banano recostado como un rey es un eco de otra de 1973 de la artista costarricense Victoria Cabezas titulada El banano emplumado: un banano inflable con plumas a sus lados como si fueran la piel que cubre la fruta, y una alusión a otro dios, esta vez prehispánico, la serpiente emplumada Quetzalcoatl.
El banano, recuerda la exposición, no es una planta nativa de las Américas. No hay evidencia de que se cultivara en el continente americano antes de la llegada de Cristóbal Colón. Viajó primero de Asia a Medio Oriente y a Europa, y terminó siendo en los siglos XX y XXI no solo símbolo de violencia, de monocultivos o de pesticidas, sino de identidades.
“El plátano aparece, por ejemplo, como un motivo recurrente en las obras de los artistas latinos en Estados Unidos, como una especie de emblema conflictivo, ambivalente, de la identidad migrante para dominicanos y puertorriqueños”, explica Serrano. “Pero ahora eso se ha resignificado y hay obras que toman el plátano como señal de identidad, de orgullo, esa identidad compartida cultural de toda la migración latina en lugares como Nueva York”.
La obra del dominicano Yunior Chiqui Mendoza en la tercera sala de la exposición sobre Identidades, es un ejemplo. Titulada Bananhattan (2010), es un mapa de Manhattan en forma de plátano donde la isla deja de ser la Gran Manzana para convertirse en el Gran Banano. La obra señala con un círculo rojo dónde está ubicada la comunidad dominicana de Washington Heights, el barrio de los Dominican Yorks. Otro artista migrante latinoamericano en Estados Unidos, el uruguayo Luis Camnitzer, le dio en cambio una vuelta a esa identidad con la que Estados Unidos denominó a toda dictadura al sur de su frontera: las repúblicas bananeras. En 2018, después de la victoria de Donald Trump en 2016, Camizer hizo Banana Flag, otra reinterpretación de la identidad bananera pero en tierra gringa.
La fiebre del banano es una exposición virtual desarrollada en los últimos tres años —con apoyo de la Universidad de los Andes, en Bogotá, en cuya página web está la exposición— y que hubiera costado miles de dólares en su forma física. En cambio, en este formato digital puede ser vista gratuitamente por cualquier usuario del mundo y en cualquier país donde se consuma banano.
“Queremos hacer conciencia sobre el tema de a quién le compra uno el banano”, explica Solano. “Es muy diferente ir al supermercado y comprarle a Chiquita Banana que ir a donde un campesino que lo vende directamente. Más que decir ‘no hay que cultivar bananos’, esta exposición puede ser un llamado al cómo se hace”. La fiebre del banano no es un llamado para dejar de disfrutar el dulce sabor del banano. Es, como dice Solano Roa, un esfuerzo por “ser conscientes de dónde viene”.
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